METAMORFOSIS

En la vida se llega a una edad en la que todo se torna un poco irreal. Es cuando abandonamos la juventud. Antes, nuestras expectativas de futuro estaban muy alejadas. Pero en un momento –frecuentemente inesperado– se juntan lo imaginario con lo real, aunque es una realidad alterada. Nuestros cuerpos van cambiando casi mágicamente. ¿Sigo siendo quién era –con estas modificaciones producidas involuntariamente– o soy otra?

La imagen especular devuelve arruguitas, flaccideces, canas. Una metamorfosis existencial que nos transporta a otro modo de ser en el mundo. Uno distinto del que habíamos habitado siempre. Adultez otoñal o invernal, en el exterior, y enrarecimiento de la salud, palpitando en el interior. Hay transformaciones inesperadas que se van esculpiendo en nuestro cuerpo y que, a veces, no llegan a tocar el alma.

Percibirse a sí misma/o como anciana/o lleva su tiempo, aunque ya se esté transitando esa etapa de la vida.

Allá lejos y hace tiempo, deambulaba por la vida caminando sobre espinas invisibles. Había comenzado a barajar el segundo mazo del juego de naipes etario. La vejez se acercaba amenazante y mi espíritu se cubría de sombras. Yo seguía como si nada. Hasta que un día, el monstruo tan temido surgió desde la boletería de un cine. Una voz impiadosa me preguntó: “¿Jubilada?”.

Costó acostumbrarse. La sensibilidad tiene razones que la razón no entiende. Pero una vez que se supera la confusión entre si se es joven todavía o ya no, se atraviesa el espejo y se experimentan situaciones impensadas, sorpresas que da la vida y hallazgos alentadores; además de los inevitables malestares que, sin duda, se agudizan, también ocurren maravillas como en el país de Alicia.

Cada limitación es un desafío. Y surgen oportunidades tan gratificantes como inesperadas. (...)

“A la mañana me despierto con ganas de lavar la vereda –decía mi abuelita–, pero cuando empuño la escoba, no hay caso, no puedo”. Las edades cronológica, biológica y psicológica están atravesadas por el desfasaje entre el calendario y la autopercepción. La edad cronológica es la que marca el paso del tiempo según acuerdos vigentes en cada cultura. Los imaginarios colectivos delimitan nuestras vidas clasificándonos incluso desde el punto de vista administrativo y legal. Los documentos nos tipifican por edad, genitalidad, nacionalidad y aspecto físico: nuestras imágenes. La sociedad de control nos subjetiva según categorías cambiantes y arbitrarias, independientemente de que se puede ser joven con edad de viejo, o ser mujer con genitales masculinos, o haber nacido en un país determinado y no identificarse con esa nacionalidad. La burocracia es una tecnología de poder y creó esas categorías como papel atrapamoscas que nos ata a una edad asignada, o marca nuestro género por la genitalidad, o fija las circunstancias personales por el país de origen de una persona, como si en cada niñez no se albergara la vejez y en esta no palpitara la niñez; o las identidades sexuales no dependieran de nuestra autopercepción y no necesariamente de los genitales; o como si la nacionalidad no fuera un efecto de complejas interrelaciones entre etnias, culturas y azares.

No importa la edad que se tenga, importa cómo se vive; y si no se sufre extrema pobreza o enfermedades paralizantes, se dan las condiciones para considerar que la adultez mayor es la edad de la libertad. Especialmente para la mujer, que –a diferencia del varón– siempre encontró obstáculos para su independencia. (...)

¿Es la mejor época de nuestra vida? Es discutible, pero es la que nos brinda condiciones de posibilidad para constituirse en la edad de la libertad.

Esta etapa vital tiene, como todas, su dolor y su gloria, aunque el imaginario social –salvo excepciones– tiende a desvalorizarla, invisibilizarla y descartarla. Platón, que aborda el tema de la vejez en su obra La república, entiende que es una etapa gratificante y productiva.

“No vienes con frecuencia al Pireo –le dice Céfalo, el viejo, al joven Sócrates–, si yo tuviera fuerzas para ir a la ciudad te ahorraría la caminata”. Céfalo desearía ir hasta Atenas, pero le ocurre como a mi abuela. Se paraliza ante la grieta entre el deseo y los límites corporales. Y así como mi abuela suplía aquel impulso vital frustrado con divertidas lecturas y primorosas labores manuales, Céfalo, por su parte, suple su imposibilidad de recorrer los senderos reuniéndose con jóvenes alegres y talentosos, conversando de filosofía, reflexionando.

El joven Sócrates le dedica cariñosas palabras y se regocija de poder hablar con alguien que ha llegado a una edad avanzada. Pues, ya que es un camino que todos debemos recorrer, es gratificante y enriquecedor intercambiar ideas con quien lo ha transitado antes.

Céfalo dice que, a medida que los placeres del cuerpo disminuyen y lo abandonan, encuentra más encantos en la conversación; y le pide a Sócrates que, de vez en cuando, se junte con sus inquietos amigos y lo visiten.

No acuerda con los de su edad, que se dejan afectar por pasiones tristes, que sobrellevan la vejez solo como reservorio de dolores. Aleja de él esa imagen y se regocija intercambiando pensamientos.

*Autora de La filosofía de la vejez, Editorial Sudamericana (fragmento).

2025-07-06T04:00:42Z